Tras la derrota del Chaco y la refundación de Bolivia como “el Estado del 52”, cambiaron los vientos. Fuimos pioneros en reconocer a los excluidos de siempre el derecho al voto, a la escuela, al Parlamento. Hay que reconocer que con medidas como éstas se iniciaron niveles de inclusión nunca antes vistos y quizás por vez primera gran parte de los antes excluidos aceptó a Bolivia como su nación común. Podría haber sido la estocada final al racismo, aunque no sobra recordar la inspiración nazi del primer MNR, cuyos estatutos rechazaban explícitamente a los judíos…
Pero ahí ocurrió otra mutación mucho más encubierta del virus racista. Para liberar a los “indios” no sólo había que quitarles el estigma de esa palabra, sino también su condición de pueblos, con su propia historia y cultura, algo que la propuesta colonial y republicana no había logrado del todo. Ya todos éramos ciudadanos del nuevo “estado mestizo”, y dentro de él los ex indios ya eran “campesinos” y punto final.
En medio de esta retórica el viejo virus del racismo, aunque camuflado, seguía vivo en la vida cotidiana. “Campesino” seguía siendo un eufemismo para el indio de siempre, como bien sabemos y lo denunciaron con vigor escritores nunca aceptados en los círculos intelectuales de la época, como Fausto Reinaga. Por los años 70 y 80 conocidos de la añeja sociedad paceña se sorprendían y hasta espantaban al saber que yo pasaba buenas temporadas en comunidades del altiplano. “¿Cómo aguanta, Padre? ¡Esos campesinos huelen a llama!”, me dijo una dama.
Se abrió también entonces un nuevo frente. Con la marcha al Oriente, fomentada también desde 1952, llegaron allá recursos como nunca antes, generados muchos de ellos desde las ya deterioradas minas andinas. Se montaron programas de colonización y ocurrieron migraciones desde las tierras altas. Muchos señores y otra gente local lo vieron con susto, aunque necesitaban su mano de obra. Los llamaron “collas” y pronto les añadieron el apellido “de mierda”. A su vez, quienes así les insultaban encontraron para sí otro nombre: “cambas”, del que se enorgullecían. Era otra mutación chocante, pues hasta entonces ese era el equivalente local de “indio bruto”, con que ellos insultaban y despreciaban a sus peones indígenas orientales.
Esa polarización no llegó entonces a mayores, aunque no faltaron confrontaciones feas desde uno y otro lado. Histórica fue aquella incursión de los ucureños hasta Terebinto para frenar un alzamiento de falangistas cruceños en los años 50. A fines de los 70 ocurrió el primer bloqueo de los colonizadores San Julián (collas más algunos chiquitanos) contra el mal servicio del Instituto de Colonización. Aparecieron dos hacendados que, molestos y prepotentes, se apoderaron del tractor del Instituto para abrirse camino disparando desde allí contra la multitud, se les acabó la munición, una botella llena de gasolina llegó al tractor, que se incendió, y ellos murieron achicharrados. Los días siguientes toda la prensa cruceña llenó páginas ensañándose contra aquellos collas.
Se estaban formando caldos de cultivo de ese viejo virus, al tiempo que renacía también la conciencia de los pueblos originarios, en parte nacida y a la vez anestesiada con aquellas reformas que se habían introducido en el país desde los años 50. De la combinación de ambos factores surgirá la más reciente mutación del virus, a la que me referiré en la siguiente entrega.
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