si es una cosa tan fea
Carlos Puebla
I
La Organización de Estados Americanos nació en 1948 en medio de un gran motín popular y fue bautizada con la sangre del pueblo colombiano, víctima en esos años de una gigantesca matanza dirigida a desposeer a los campesinos de sus medios de vida, descabezar la protesta social y privar a sus ciudadanos de los derechos democráticos. Enseguida, Colombia fue el único país latinoamericano que envió tropas a la guerra de Corea, sin duda un conflicto “extracontinental”. En 1954, un país miembro de la OEA organizó el derrocamiento violento del gobierno legítimo de Guatemala –que había ensayado medidas populares como la de hacer una reforma agraria— y la implantación allí de una dictadura criminal. La OEA no condenó al país agresor. Todo estaba claro. Estados Unidos controlaba completamente el nuevo órgano internacional de los países de este continente, porque después de la Segunda Guerra Mundial había desbancado a cualquier competidor dentro del campo capitalista y era el líder y máximo beneficiario del imperialismo. Los países de la región debían subordinarse a su poder. Como era la hora del neocolonialismo, el centro de las actividades y las decisiones estaba en Washington, como también la sede, y dos tercios de los gastos los asumía Estados Unidos, pero todos los Secretarios Generales de la organización serían latinoamericanos.
Nadie sabía, sin embargo, que el conveniente anticomunismo de la guerra fría muy pronto sería puesto a prueba por un acontecimiento trascendental: la Revolución cubana. Ese pueblo se liberó de una dictadura neocolonizada, se apoderó de su isla y derrotó los intentos del imperialismo de destruir la Revolución. Nuestra América volvió a reconocer su identidad en una epopeya política de liberación, en un momento muy particular de su historia. En las décadas previas numerosos procesos de modernización intentaron consolidar cierto desarrollo económico con grados de autonomía, y algunos Estados fuertes con políticas propias. Ahora Estados Unidos estaba ahogando esas experiencias. Desde ellas, pero sobre todo más a la izquierda que ellas, Cuba aparecía como un ejemplo victorioso que movía al entusiasmo, a la actuación y a una esperanza nueva: si se era más radical en los fines y en los medios, se podían cambiar la vida y las sociedades, y obtener la liberación de los pueblos y los países de la región.
El imperialismo y las clases dominantes del continente advirtieron el peligro. Era necesario aplastar a Cuba. En esta nueva situación, uno tras otro tuvieron que definirse las instituciones y los organismos políticos y sociales: con los pueblos o contra los pueblos. La OEA se vio frente a ese desafío, y obedeció a Estados Unidos. La condena de Cuba, por “seguir a una ideología extracontinental”, selló el destino de esa organización. No me detendré en los detalles que se están recordando en estos días. Sólo quiero llamar la atención sobre el hecho de que los Estados de la región tenían posibilidades de resistir que no utilizaron. América Latina poseía una antigua implantación de Estados independientes, una gesta revolucionaria independentista compartida en su historia, una multitud de afinidades culturales, y prácticas e ideas recientes de afirmación de sus intereses y sus proyectos que eran reprimidas por Estados Unidos. Y en aquella coyuntura tenían sobre todo la necesidad de mostrarse unidos como latinoamericanos, para defenderse mejor y tener más capacidad negociadora.
Prueba de que era posible otra actitud son las dificultades que confrontó el imperialismo para lograr la condena de Cuba. El 31 de enero de 1962 al fin fue excluido el Gobierno Revolucionario, cuando Estados Unidos arribó a la mayoría necesaria de 14 votos, después de sumar a los gobiernos uruguayo y haitiano; al dictador Duvalier lo compró con la promesa de financiar un nuevo aeropuerto en la capital de Haití. Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador y México se abstuvieron. Sólo en julio de 1964 se aprobaron sanciones contra Cuba —suspensión de relaciones y cese de todo comercio—, con los votos en contra de Bolivia, Chile, México y Uruguay.
Cuba fue excluida de la OEA porque la mayoría de los gobiernos y grupos de poder de América Latina y el Caribe decidieron ser cómplices del imperialismo o se acobardaron ante su fuerza y agresividad. Su horizonte burgués, sus intereses de explotadores o parásitos, su temor a desatar fuerzas populares o permitir protestas sociales, fueron decisivos. Después, cierto número de indecisos o mezquinos sufrió las consecuencias del ascenso indetenible de la gran reacción que derrocó muchas democracias de las que se exhibían como el modelo que Cuba no había querido seguir, cuando esa forma capitalista de gobierno fue abandonada en nombre de la “seguridad nacional” y se extendió por el continente la ola de dictaduras represivas e incluso genocidas. “Después de Girón, todos los gobiernos de América Latina fueron un poco más libres”, dijo con razón Fidel en la década siguiente. Pero los “modernos” que dominaban en América Latina resultaron entreguistas, y del capitalismo nacional subordinado se deslizaron al sometimiento. Cuba fue un test para la opción burguesa latinoamericana, y ante ese test escogieron ser antinacionales y verdugos de sus propios pueblos. Una generación después, la miseria se enseñoreaba del continente y América Latina había perdido mucho peso en la economía internacional.
Algo tuvimos que agradecerle a la OEA, y es justo recordarlo. Cuando nos expulsaron, ya el pueblo cubano había emprendido el largo camino de cambiar su vida y su mundo, de apoderarse de una modernidad para todos al mismo tiempo que combatía el carácter explotador, colonialista y depredador de la modernidad. En 1961 —el mismo año de Girón— había hecho la primera campaña en América para erradicar el analfabetismo. Para ella se creó una cartilla en la que el primer día de labor los adultos que dejaban de ser iletrados y los niños brigadistas alfabetizadores compartían las tres primeras vocales —O, E, A— con la concientización acerca de los servidores del imperialismo disfrazados de organización internacional.
II
Como organización internacional, la OEA ha contado con la usual estructura de Secretarías, Consejo, Conferencias y otras reuniones periódicas, media docena de comisiones permanentes y otras para temas y problemas especiales, relaciones, publicaciones y lo demás. Pero nunca se ocupó de promover relaciones económicas equitativas entre el gigantesco país miembro y los demás, ni complementaciones beneficiosas entre las economías, ni se le ocurrió alentar una integración latinoamericana y caribeña. Tampoco defendió el respeto a la autodeterminación de estos últimos pueblos y la soberanía de sus Estados, ni luchó contra la injerencia permanente de Estados Unidos en sus vidas y sus asuntos. ¿Habrá que aclarar que tampoco se interesó jamás seriamente en la miserable o desventajosa situación social de las mayorías? Ni siquiera ha exhibido victorias como garante de la paz entre los Estados de la región o mediadora eficaz en sus conflictos. Más allá de la justicia de condenarla, hay que reconocer que la OEA no podía hacer nada de lo que escribo, por padecer un vicio de origen: sus países miembros no constituyen una región, sino dos, y una de ellas, la América Latina y el Caribe, ha tenido en los Estados Unidos a su principal enemigo, explotador, opresor y dominante.
El fuego de las revoluciones y combates populares hacía crecer en los años sesenta el conocimiento social y la conciencia de las cuestiones principales. Entonces estaba claro que el panamericanismo, que al nacer angustiaba a José Martí y lo hacía denunciar al imperialismo naciente y reclamar una segunda revolución latinoamericana, se había reducido a un instrumento político, represivo y militar de Estados Unidos. Hasta el New York Times, hoy tan pequeño en sus criterios, decía el 14 de abril de 1965: “Cuba ha sido excluida de participar en la OEA… El Sistema Interamericano es, por acuerdo, anticomunista y demócrata, aun cuando algunos regímenes no han sido excluidos pese a que difícilmente pueden ser considerados democráticos”. Y el presidente democristiano de Chile, Eduardo Frei Montalva, declaraba el 8 de enero de 1966 que “la OEA no satisface las exigencias del hemisferio y ha dejado de ser útil.”
En los cuarenta años siguientes la OEA dejó pasar todas sus oportunidades de rectificar respecto a Cuba y tratar de borrar la mancha de haber sido cómplice del agresor extranjero contra un pueblo hermano. En los primeros años setenta varios países tomaron la iniciativa de reiniciar relaciones con Cuba –México nunca las rompió—; en 1975 trataron de invitar a Cuba a una sesión, y en la Conferencia de Cancilleres de julio dieciséis países votaron por dejar libre a cada miembro de restablecer o no relaciones con Cuba. Pero dejaron pasar la coyuntura favorable sin ir más lejos. En la década siguiente se fueron imponiendo gobiernos civiles en la región, se llevaron a cabo iniciativas por grupos organizados de Estados, para mediar en conflictos o de corte integracionista, y el papel de la OEA fue declinando. Cuba fue aumentando sostenidamente sus relaciones estatales latinoamericanas. Entre 1989 y 1991 desaparecieron la URSS y los regímenes del socialismo europeo, demonio invocado cuando se expulsó a Cuba en 1962, y en los noventa crecieron mucho las relaciones de numerosos países de la región con Cuba. Pero la OEA no renunció a su condena. Los regímenes de la democratización podían haber pensado en ese paso para mejorar su imagen y parecer más autónomos, pero estaban demasiado ocupados con los ajustes, las privatizaciones, el neoliberalismo y la sujeción a los Estados Unidos.
Hoy es demasiado tarde para la OEA. La América Latina y el Caribe están viviendo transformaciones profundas. Varios países tienen poderes populares, crecen sin cesar las relaciones económicas y políticas entre los países, la conciencia popular y la voluntad de integración como región autónoma. Cuba desempeña papeles importantes en este proceso. Los nuevos órganos internacionales latinoamericanos y caribeños ocupan todo el espacio significativo en la región y protagonizan las iniciativas que interesan a los Estados y los pueblos. Por el modo general en que han venido produciéndose esas transformaciones, conviven numerosas instituciones, prácticas y normas que no tienen verdaderas relaciones entre sí, que representan el pasado, viabilizan el presente o esbozan el futuro. Los mismos actores pueden encontrarse en dos o más de ellas, impulsando tareas, tejiendo con paciencia o alternando con lo que no está en su naturaleza ni desean. Hace seis meses, todo era júbilo en el Grupo de Río al ingresar Cuba. Hace seis semanas, en la V Cumbre de las Américas, todo un continente puesto de pie le exigía al presidente de Estados Unidos que, más que tímidos gestos y buenas intenciones, liquide ese país su sistemática agresión, el bloqueo a Cuba. Y hace dos días hemos recibido la rectificación, el desagravio por una ofensa inferida en otra época, de parte de un cadáver.
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